Hace un par de meses por fin llegó ese día. Y vaya si lo disfrutamos, aunque fuera contrarreloj, como viene siendo habitual en este status de conciliación que compartimos.
El restaurante está ubicado cerca del emblemático Puente Colgante, así que ya el entorno invita a un espacio recogido para charlar, de esos de café humeante mientras el cristal se humedece con la lluvia de otoño, y fuera, tras la ventana, se difumina la barcaza del Puente surcando la ría, una y otra vez, en un tono blancoynegro.
Se trata de un local minimalistas, de esos que se llevan ahora. Me llamó la atención que no tenia un servicio de camarero muy abundante, lo que no obstaculizaba en absoluto un servicio rápido e impecable. Me gustó mucho cómo la persona que nos atendió dedicó su tiempo a explicarnos la filosofía del restaurante, cuyo objetivo no es que revientes a comer y luego lo pagues, sino que disfrutes con la comida sin que te salga por las orejas, armonizando correctamente la sinfonía de sabores, y además, sin que te salga un riñón. Que vale que no es para todos los días, pero la opción no es tan descabellada como otros restaurantes del entorno, y la comida merece la pena. Y mucho.
Siguiendo los consejos del camarero, nos inclinamos por un menú de dos platos y otro de un plato, combinando todo ello para compartir. Lo interesante de la propuesta es que no hay orden, aquí se pide como se quiere, y si seguís la sugerencia de quien os atienda, os termina por orquestar la sinfonía de sabores para que todo entre como tiene que entrar.
Elegimos un ensalada de pollo y hortalizas con vinagreta de cacahuetes, coco y cilantro estilo thai. A mí las ensaladas me encantan, sobre todo esas raras que se salen de la tradicional de verano en el pueblo, y que se arriesgan a fusionar sabores. Esta es una de esas que me van, me van.
Continuamos después con tartar de atún rojo. Riquísimo. Las raciones hay que decir que eran de degustación, pero al combinar en la boca la fusión de sabores que se proponía en el plato te quedabas satisfecho.
Después llegaron las carrilleras. Esto fue recomendación del camarero porque yo no soy amiga de la carne guisada, y estábamos más por la opción de las mini hamburguesas, que nos habían recomendado. Sin embargo, tengo que reconocer que estaban deliciosas, se deshacían en la boca, sin encontrarte con esas gelatinas que tanto asquete me dan.
Y por último, el postre. Ya he dicho alguna vez que esto es de lo que más me gusta en el menú porque según cómo sea da el cierre de gracia a la comida y te permite recordarla gratamente. Yo pedí el chococobre, una especie de mousse de chocolate negro muy intenso aunque contundente. Y Agus eligió lo que aparece en imagen, cheesecake con crumble y helado de galleta. Yo probé los dos (como solemos hacer, je), y me gustó más el de Agus porque llenaba menos.
Esto más los cafés, nos salió en torno a los 40 euros, lo que considero que está bastante bien, estando donde está, y con la comida que ofrece.
Un sitio más que recomendable para pasar un rato tranquilo y agradable disfrutando de una muy acertada fusión gastronómica.
Enhorabuena.
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